El proceso emancipador que comenzó en mayo de 1810, culminó el 9 de julio de 1816, en San Miguel de Tucumán, con la Declaración de la Independencia Argentina por el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de La Plata.
El contexto no era favorable y los representantes se juntaron para decidir qué hacer frente al peligro realista: España se había liberado de los franceses, el rey Fernando VII había vuelto al trono y se predisponía a recuperar los territorios americanos que estaban en manos de los revolucionarios.
En la casa de Francisca Bazán de Laguna, en San Miguel de Tucumán, la famosa “Casa histórica” o “Casita de Tucumán”, se llevaron a cabo las sesiones del Congreso que iniciaron el 24 de marzo de 1816 con la presencia de 29 diputados.
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Cada provincia eligió un diputado por cada 15.000 habitantes. Después de muchas discusiones, finalmente el 9 de julio de 1816 los representantes firmaron la declaración de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica y la afirmación de la voluntad de “investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli” y “de toda otra dominación extranjera”.
Independencia y dependencia económica
En la Argentina, el 9 de julio comenzaba una nueva etapa para lo que empezaba a ser nuestro país. Por fin éramos independientes políticamente de España y de toda dominación extranjera. Sin embargo, la metrópoli nos había dejado en una condición muy delicada que iba a conducir a una dependencia económica de otras potencias europeas.
España no fomentó el desarrollo industrial en sus colonias americanas e hizo todo lo posible para obstaculizar y poner trabas al comercio entre las distintas regiones del territorio. La zona de Buenos Aires producía para exportar materias primas como cueros, sebo para las velas y tasajo (una grasa salada utilizada por países como Brasil y Estados Unidos para alimentar a los esclavos).
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Esto generaba grandes ganancias a la región, que junto con el manejo exclusivo de las rentas del puerto y de la Aduana (que habían aumentado en gran medida a partir del reglamento de Libre Comercio de 1809) le daba la posibilidad de darse el lujo de importar todos los productos que quisieran sin necesidad de preocuparse por su fabricación.
Así pensaba los terratenientes porteños. Preferían la ganancia fácil antes que el aporte para el progreso. Es decir, destinar parte de sus enormes ganancias, como hicieron los ganaderos y granjeros norteamericanos, a invertir en la industria.
En el interior la situación era diferente. En regiones como Cuyo, Córdoba, Corrientes y las provincias del Noroeste, se habían desarrollado pequeñas y medianas industrias, podían llegar a ser muy rudimentarias, pero lograban abastecer a sus mercados internos y daban trabajo a los habitantes.
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Para las provincias del interior, el libre comercio significó, en muchos casos, la ruina de las economías regionales que eran arrasadas por los productos importados más baratos y de mejor calidad.
El manejo exclusivo del puerto y de la Aduana por parte de Buenos Aires luego se va a convertir en el tema central de los enfrentamientos que se darían por esta época y que no concluirán hasta la década de 1870.
La falta de voluntad de los sectores más poderosos llevaron a que el país quedara condenado a producir materias primas y a comprar bienes elaborados que en muchas ocasiones eran productos de nuestra tierra.
Es decir, valía mucho más una bufanda inglesa que la lana argentina con la que estaba hecha. Esto condujo a la dependencia económica de Inglaterra, que impuso sus gustos, sus precios y sus formas de pago.
Es cierto que el primer paso, la independencia del 9 de julio de 1816, fue un paso político muy importante, pero en lo económico éramos cada vez más dependientes de nuestra gran compradora y vendedora: Inglaterra.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
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