Corría el año 1.912 cuando Europa temblaba ante la inminente Primera Guerra Mundial. La muerte acechaba a miles de jóvenes muchos de los cuales eran enviados a la temida Legión Extranjera.
Noticias de América hablaban de una tierra noble, de paz y progreso a la que ya habían comenzado a emigrar europeos, desde el siglo anterior.
La hermosa aldea de Tolosa, rodeada de bellas colinas verde esmeralda a poca distancia de la señorial capital Guipuzcoana de San Sebastián, con su azul profundo del mar, comenzó también a sufrir el rigor de un tiempo duro y sin mucho futuro para su noble y laboriosa juventud.
Nuestro célebre Alberto Cortez describe con sentimiento profundo ese momento de tantos:
«El abuelo un día cuando era muy joven, miró el horizonte y pensó que otra senda tal vez existía, el viento del norte que era su amigo le dijo, construye tu vida detrás de los mares. Y el abuelo un día, como tantos otros, con tanta esperanza, la imagen querida de su vieja aldea, y de sus montañas, se llevó, muy dentro del alma…»
Alberto Cortez, El Abuelo.
Y así comienza la historia de aquel pibe vasco que al cumplir 17 le pide a su padre el salvoconducto para cruzar el océano y tal vez buscar para todos una vida mejor. Aquel padre rudo que solo sabía de intenso trabajo y honor bien ganado, sintió que su alma se quebraba en pedazos y mucho peor fue para su madre, que sintió para siempre el dolor inmenso de no ver más a su segundo hijo, ya que el mayor había partido antes, con rumbo argentino.
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Y así fue como un día aquel pibe se despidió de todos, y solo miró hacia atrás para contemplar por última vez a su madre corriendo al tren, llorando, llorando, hasta que el andén se hizo campo y así aquel chaval se alejó de su amada Tolosa. Después, un viejo barco que partió de Francia lo cambió de continente.
Aquel pibe vasco se hizo hombre de golpe y las duras tareas del campo pampeano lo encontraron en un pueblo recién fundado. Anguil era su nombre y sin las bellas montañas de la vieja aldea.
Aquel vasco inmigrante sintió los rigores de un lugar agreste con muchas carencias, donde todo había que hacer. Y lloró muchas noches pensando en su madre a la que ya no vería, en su gente y montañas.
Aquel vasco heroico, que por mucho tiempo rechazó la ayuda para volverse a España, rompió las cadenas y mirando adelante construyó su mundo. Dejó el campo y con un amigo belga de apellido Gebruers, levantó las paredes, hizo la cuadra y el horno con su local de venta, de una panadería que llamaron La Unión en honor a su buena amistad y el mismo destino.
Un día Dios premió su bondad y su esfuerzo con un amor eterno que se llamó María, hija de un gallego inmigrante y una madre criolla. Y fue muy feliz aunque como muchos, pasó de todo, hasta por sus firmes convicciones políticas y pensamientos socialistas, en tiempos de conservadores.
Aquel vasco y su historia dura y real, se llamó José María Aguirre Camino y fue mi abuelo materno: mi héroe, mi ídolo, mi amigo, mi confesor, mi gran consejero y benefactor.
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Por eso hoy cuento su historia, que fue la de tantos y en honor a muchos que como él, dejaron su vida en esta tierra bendita a la que dieron todo, fundamentalmente nobles valores de honestidad y trabajo, con la esperanza de ver grande a su nueva nación.
Hoy, pasado ya hasta mi propio tiempo, pienso que aquellos abuelos fueron como la televisión, contando por las noches después de la cena, sus historias auténticas de risas y llantos, trabajo y trabajo con puro amor por su gente y la nueva tierra que los cobijaba.
¿Cómo siguió la vida del vasco? Después de muchos años de trabajo en Anguil, fabricando la famosa inmensa galleta y las tortas negras enormes, su hija casada y la bendición de su primer nieto, el vasco vendió su negocio a Juan Del Bo y dejó su Anguil amado para iniciar en Santa Rosa otra empresa que quedó en el recuerdo.
La Rotisería Carlitos, en mi honor, fue la primera en vender las exquisitas pizzas enteras y también en porciones que el Vasco amasaba desde el 51´.
Aún recuerdo con mucho dolor siendo niño, aquel día que a la Rotisería llegó una carta de España, anunciando que su amada madre, aquella que corrió al tren que se llevaba para siempre a su hijo de Euskadi, había partido de esta vida con su dolor en el alma…
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Sin embargo, quizo el destino que un día aquel vasco y su esposa, pudieran volver a Europa en el 64 para abrazarse con todos sus hermanos que no lo olvidaron. Era Dios que le permitía semejante alegría después de tanto dolor por aquella partida.
Y al final, habiendo perdido a su fiel compañera de toda la vida, con inmenso dolor vio que un día, el viejo Molino local, al que siempre compró la harina y dejó sus ganancias porque lo consideraba un Banco, también quebró dejando a los ahorristas sin su dinero dignamente ganado. Y el viejo Vasco tan noble, ya no pudo soportar su destino. Justo un domingo, cuando su nieto amado al que había ayudado a cumplir su sueño, relataba un partido en Bahía, desplegó sus alas y marchó al cielo.
Ese día amargo del 72´ se apagaba su vida, al mismo tiempo que una luz inmensa comenzaba a alumbrar la nuestra, con su hermoso recuerdo y amor infinito.
Por eso, y solo por eso, quiero contar su historia también en honor a tantos abuelos inmigrantes que dejaron aquí su vida, ayudaron a construir la Patria y llenaron de amor a su familia bendita, pensando siempre en su aldea querida, su gente y verdes montañas.
Juan Carlos Carassay es locutor y periodista y columnista de La Pampa Noticias. Más de 50 años de pasión por la comunicación y el deporte.
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