Está llegando el invierno. Predominan los días feos, nublados, de poca luz en nuestra bendita y amada Pampa.
Las hojas de los árboles, de un color verde intenso al calor del verano ya se dejan caer marchitas, vencidas por el frío y el piso es un muestrario de colores distintos dónde predomina el amarillo de tonos diversos.
Los pasos crujientes de la gente sobre ese colchón quejoso, siempre despertaron en mí una sensación especial, indefinida, que me lleva a tiempos lejanos.
Los árboles desnudos presentan ese no se qué, mezcla de tristeza y nostalgias por las frondosas y bellas copas que oxigenaban y protegían de tardes caniculares cuando Febo asomaba con fuerza.
Y ese sentimiento inexplicable me lleva a los lejanos tiempos de mi añorada niñez y juventud cuando los calores secos del verano eran terribles y los inviernos llegaban con fríos polares que realmente se hacían sentir.
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Lo cierto es que nadie -y perdón por mi ignorancia, como decía Borges– me explicó con certeza el cambio de clima. Que la construcción de la Represa del Chocón, que el recalentamiento global, que la mar en coche pero no se que decir por qué cambio nuestro clima.

Es difícil explicar a un pibe de estos tiempos como era la vida de aquel pueblo grande que en 1.960 andaba llegando a las 30.000 almas y lo mismo pasaba en toda La Pampa.
Veníamos de los años 30´ con mucha miseria, sequías y demás yerbas, que no permitían progresar demasiado y mucha gente emigraba en busca de mejores sueños.
Aquello era muy distinto…
Un día cualquiera, un dilecto amigo me dijo: «Cuando quieras explicarte a un pibe de hoy como era la vida por entonces, solo cortale la corriente en su casa»
Y tenía mucha razón porque se encontraría sin luz, agua corriente, aire acondicionado, calefacción, Internet con toda su parafernalia, heladera, lavarropas, ventiladores ni planchas para sus camisas entre otras tantas cosas.
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Pero volviendo a los crudos inviernos que yo viví, hablar por entonces de 10, 12 o 14 grados bajo cero era moneda corriente. El frío seco te calaba los huesos y los alumnos del turno mañana llegabamos corriendo hacia las estufas a leña que los porteros generosamente tenían prendidas al «mango» para mantener el calorcito.
Los famosos «sabañones» en las orejas te hacían bramar cuando los otros pibes solo por jorobarte te las tocaban tan solo y muchos sufrían heridas en las manos por resecamiento de piel. Otros andaban resfriados con las «velas» al aire porque ni pañuelos tenían.
Pero a nadie le importaba mayormente el tema frío. Ninguno dejaba de hacer lo suyo por tal motivo.
Aunque en cada casa un viejo brasero siempre estaba encendido y con una pava al medio para los ricos mates, este elemento era peligroso por posibles intoxicaciones.
Tampoco faltaba en cada hogar un ladrillo caliente y envuelto en trapos para calentar piernas que llegaban a la cama «endurecidas» por el frío. Con el tiempo fueron reemplazados por las «salvadoras» bolsas de goma con agua caliente que al menos, no te lastiman un dedo si le entrabas duro al más «duro» ladrillo. Cosas de antes mi amigo.
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Las muchas calles de tierra en la pequeñita ciudad, por entonces eran mantos de arenas blancas y resquebrajadas por las rotundas heladas y mas de uno se pegó un porrazo en alguna vereda helada por la escarcha, pero a la Escuela no se faltaba.
Cuando el frío aflojaba un poco al mediodía por la presencia de un tenue sol y cuando no también, largas filas de hombres, mujeres y niños en cada barrio esperaban los históricos camioncitos keroseneros de Junco o don José Caliba que llegaban tocando bocina de lejos para que las vecinas se enteren y salgan a la calle.
Cualquiera llevaba 20 o’ 30 litros como nada en recipientes y hasta damajuanas para encender sus estufas, calentadores y hasta cocinas cuando no había a leña como en la mayoría de los hogares. ¡Pensar que hoy cargan algunos 10 litros de nafta en sus autos porque el «piojo» es grande!
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Ni les cuento de los días de viento y tierra que volaban a su antojo esperando el camioncito para ayudar a mamá. Esas partículas de arena se clavaban como puñales en nuestras piernitas desnudas, pero nada importaba porque después venían los partidos en el baldío del barrio.
No eran aquellos tiempos de pedir nada al Gobierno para subsistir. La cultura del trabajo era común a todos los padres laburantes de clases media o baja que permitían a sus niños hacer «changuitas» como entrar leña, barrer veredas, regar las plantas, hacer mandados, vender diarios o lustrar zapatos. Todo era válido para darse un gustito como ir al cine, comprar golosinas o figuritas y en muchos casos ayudar con algunos centavos diarios a la economía de la casa.
Eso sí, que tan felices éramos todos aquellos pibes de la misma condición y si fuimos pobres, nunca nos dimos cuenta.
Jugar al fútbol con esos fríos dañinos era cosa de todos los días después de la escuela, aunque los «pataduras»remontaban barriletes, jugaban a las figuritas, bolitas y no mucho más. Pero que felices éramos…
Nuestros padres estaban tranquilos porque entonces la calle no era peligrosa, por el contrario te enseñaba a comportarte y respetar. Otra gran diferencia con las calles de hoy. Por eso todos los niños le guardamos cariño y respeto a la maestra a quién nos enseñaron a decirles «nuestra segunda mamá» título que se ganaban merecidamente aquellas abnegadas docentes por vocación.
Para las fechas patrias (especialmente 9 de Julio) los mejores equipos de AFA llegaban a Santa Rosa y General Pico protagonizando grandes sucesos deportivos.
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«No olvidaré jamás la tarde del 12 de Julio de 1.959 cuando Boca Juniors con Rattin, Mouriño, Lombardo, Giambartolomei, Nardiello, Ambrois y Yudica entre otros, jugó en el Estadio Centenario al que acudieron más de 5.000 personas. Hizo un frío horrible aquella lejana tarde muy nublada y con viento helado. Sin embargo nadie faltó a la cita para ver los 4 goles de Boca.»
Fue curioso, porque el día antes habían llegado en tren aquellos futbolistas que jamás habíamos visto en persona y a los pibes nos parecían súper héroes o venidos de otra galaxia. Lo cierto fue que los boquenses llegaron desde la Estación al Hotel Pampa, por calle Pellegrini a pie, seguidos por un enjambre de hombres, mujeres y niños para «verlos» de cerca en otro día de crudo invierno Pampa, con un viento de cola que te partía el alma..
Con este recuerdo de antaño, con sabor a nostalgia por un tiempo que pasó pero sigue vivo en un «rincón del alma», pretendimos contar como fueron aquellos días invernales en la inmensidad de La Pampa bravía, con muchísimo frío y pocos recursos para enfrentarlos, al menos si comparamos aquello con el confort y medios con que hoy contamos. Por tal motivo queremos decirle con cierto orgullo y valentía al Invierno que ya nos golpea la puerta: «Vení nomás, no te tenemos miedo». Fríos y heladas eran los de antes.
Juan Carlos Carassay, locutor y periodista. Más de 50 años de pasión por la comunicación y el deporte. juancarloscarassay@gmail.com
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