El 11 de septiembre, Día del Maestro, para mí siempre fue el día de mi abuela. Una de esas “maestras de alma”. Generosa con el saber. Insistente con el estudio. Exigente. Preocupada por el uso del idioma, amante del diálogo y de la escritura.
“Olga Lucrecia Onischuck de Pérez Oneto, Docente Jubilada Nacional.” Así se presentaba cuando conocía a alguien nuevo. Nació en Toay, en 1922, el Día de la Escarapela (lo resaltaba siempre). Hablaba de Sarmiento con admiración. Y festejaba con orgullo las fiestas patrias.
Maestra Rural. A los 18 años se fue sola a enseñar a una escuela rural en Carro Quemado. Una experiencia que la marcó para toda la vida, cual Favaloro, a quien adoraba.
Maestra de Primario. De esas que dejan una huella imborrable. Todavía hoy -tantos años después-, me cruzo con alumnos que recuerdan su paso por su amada Escuela Normal de Santa Rosa. También por la Escuela 4, la 38, o la 180.
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Audaz. Se casó con un porteño recién llegado a La Pampa. Un morocho simpático y seductor, 12 años mayor, que la conquistó con piropos a la salida de la Iglesia. “Mi negro…” decía, cuando lo recordaba, y le brillaban los ojos.
Curiosa. —Me crecieron alas. Eso dijo cuando enviudó, y empezó a recorrer el mundo. China, Japón, Indonesia, Rusia, Tailandia, Hawái, Israel, Egipto, entre otros destinos insólitos para los años 80´ y 90’, y para una mujer sola. Y Kiev (Ucrania)… su gran sueño. Donde nació su padre, y pudo reencontrarse con sus familiares. ¿Herencia a los hijos?: el título, repetía siempre, orgullosa de sus dos hijos médicos.
Solidaria. Trabajó en Cáritas toda la vida. Ya jubilada, visitaba a las presas en la cárcel de mujeres, iba a conversar, a acompañarlas, o a llevarles algo si necesitaban. Siempre lista para ayudar.
Abierta. Hablaba siempre orgullosa de sus amigos gay. Apostaba al respeto, a la diversidad y a la libertad, en un época en la que eran temas que se tapaban bajo la alfombra, más aún en una ciudad chica.
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Avant-garde. Adelantada en su look: pelo corto, rubio ceniza, boca color naranja, pollera larga canchera, y zapatillas para caminar mucho (siempre las ‘Air’ último modelo, que le envidiamos los nietos). Y los zapatos de taco en una bolsa por si tenía que ir a algún lugar. No le importaba nada la opinión ajena.
Lectora. Tenía la biblioteca más linda que yo había visto. Fue quien me habló de Cortázar; de Julio Neri Rubio, por su gran amistad con “Cotita” su hija. Quien me hablaba de historia, de geografía, fuera del aula. Quien me habló de Olga Orozco, la poeta, su compañera de juegos en la plaza de Toay.
¡La tarea! La abuela hincha que obligaba y ayudaba a los nietos a hacer la tarea todos los días. Y a los vecinos, y nietos ajenos. Tenía una biblioteca gigante en el comedor, con un diccionario siempre abierto, y una cajita -preciosa por cierto, de madera tallada- con todo lo necesario para hacer los deberes: lápiz, lapicera, colores, regla, escuadra, tijera y boligoma.
Amiga. Adoraba conversar y cultivar sus amistades. Siempre había visitas en su casa. Y el impostergable té de los martes en La Recova, con las amigas de toda la vida. Los fines de semana se dedicaba a hablar por teléfono y ponerse al día con los que estaban lejos. Primero con su hijo en Córdoba, y la familia, claro. Ya en sus 80’ s tenía amistades de 20 ó 30 años. “Hablan de otras cosas”, nos decía.
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Disfrutaba de la vida. Amaba a las plantas, a los jóvenes, los romances, las historias, las charlas, las comidas, el buen vino, la familia, los amigos, los viajes. Quizás por eso cuando no tuvo más fuerza para seguir disfrutando, se entregó.
“Escribí todo. Todo. Siempre”, me repetía.
¿Maestra? mi abuela.
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